jueves, 18 de abril de 2013

PEAJE, de JULIO DE LA ROSA



Hace unos años mi mujer, al poco de haber entrado a trabajar en el maravilloso mundo de las clínicas de reproducción asistida, volvió a casa y me dijo que el fin de semana habían organizado una cena con algunas compañeras y que se podía ir con las respectivas parejas. Recuerdo que cuando me lo anunció me puse a temblar. Una cena para conocer gente nueva y entablar nuevas amistades; dios, eso es para que a uno le dé un ataque de pánico, con lo tranquilo que estás en tu puta cada leyendo un buen libro o viendo Sálvame Deluxe. ¿A santo de qué vienen todas esas mierdas sociales? Bueno, el caso es que me armé de valor, me mentalicé bien y acudí a la cena. Y mira por cuanto me sientan justo al lado del capullo de turno, el novio de una de las doctoras, quien, según nos contó el mismo, gastaba entre ocho y nueve horas de su vida diaria sentado en un peaje de Barcelona. El tío (a partir de ahora El supermán del peaje) era uno de esos mierdas pequeñajos con las pupilas muy dilatadas (véase en google Efectos secundarios de la cocaína), muchos tics nerviosos y esa habla chulesca de quien tiene el ego por la nubes y siempre ha de quedar por encima de ti y tener la última palabra. Durante la cena me pasaron varias opciones por la cabeza:

A) Levantarme y sin proferir palabra meterle un codazo en la coronilla con un movimiento seco y descendiente;
B) Cojer el tenedor y clavárselo en un ojo y luego sacarle el ojo y enseñárselo;
C) Darle una patada en los cojones;
D) Preguntarle primero si ese ego desmesurado se debía a la inmensa frustración producida por el trabajo de mierda en el peaje, luego pasar a la opción A.

En fin, como podéis apreciar, todas las opciones son válidas y creo que depende más bien de la elección y del estado anímico de cada uno en un determinado momento. No hay más hilo de Ariadna que eso. Al final, y es algo del que me arrepentiré a lo largo de toda mi vida y que no consigo perdonarme y que me causó un trauma enorme que me llevaré a la tumba, opté por ignorarlo y solo lo hostigué con la mirada en un par de ocasiones. Una vez en el coche, le dije a mi mujer que esa era la última vez que iba a una cena con desconocidos (han pasado seis años y hasta ahora he cumplido con mi palabra).
¿Por qué os cuento toda esta mierda del supermán del peaje? Bueno, básicamente porque tras leerme el maravilloso libro de Julio de la Rosa (nuevo acierto de Tropo, a los que por cierto nos tienen acostumbrados últimamente) no pude dejar de pensar en él durante tres días y hasta me planteé irlo a buscar a su casa por la noche para meterle una paliza tremenda y luego tirarlo a un contenedor de basura. La novela de Julio, quien, además de escritor, es un músico de primera, es una auténtica delicia que se devora en un día por su ritmo hipnótico y musical, una historia de tomo y lomo narrada con originalidad, frases contundentes y un sarcasmo ácido y corrosivo que resulta muy eficaz. Como apunta Joan Luna en el prólogo, se trata de un libro ni corto ni largo, ni demasiado serio ni demasiado ligero. La trama es sencilla (como tiene que ser, coño): José Tudela trabaja en un peaje y ve pasar gente y coches todo el día, y mientras esos rayos de vida desfilan fugazmente a su lado, él se imagina sus existencias y las reconstruye con unos delirantes a la vez que poderosos monólogos interiores, todo marcado por el pegadizo estribillo que Jose repite sin cesar: seis cuarenta, precio del peaje que todos han de abonar y verdadero elemento aglutinante de la narración. Encerrado en su minúscula cabina durante ocho horas, el protagonista aumenta sus delirios y se dedica a leer los obituarios del periódico. Dice:

Me gustan los muertos. Devuélvanme a la vida, señores muertos. Y a la lectura. A ver qué hicieron estos para que tengamos que recordarles. Una vida entregada a algo. Es extraño. Me gustaría saber si fueron felices. "Nunca juzgues la felicidad de una persona hasta que no esté muerta. Solo entonces se revelará la verdad". Wayne Anthony Allwine (pág:16).

Y luego saca el tema de la policía estética, necesaria para que desaparezcan los zumbados, o la gente tóxica, como prefiráis decirlo:

Una policía estética, claro que sí. Estaría medio planeta entre rejas, habría trabajo para el resto y seríamos felices solo de no ver a gente como esa por ahí suelta... Porque no sé en qué momento nos hicimos inteligentes, pero deberíamos habernos quedado solo con la belleza. Hermosos y tontos. Hermosos e imbéciles. Sería todo mucho más fácil (pág: 24).

También  hay una reflexión hacia la mitad que me parece sin duda la más acertada del libro:

Carácter, ¿qué coño es el carácter? ¿Ser prepotente es tener carácter? ¿Ser un engreído? ¿Hablar muy alto? ¿Tener dotes de mando? Todos quieren tener una chica bonita a su lado, y cuando consiguen a la más guapa que pueden conseguir se quedan tranquilos. Luego se arrepienten, se arrepienten mil veces, porque cuando ya no ven la belleza, sino la persona que tienen delante, se dan cuenta de que están frente a una gilipollas, frente a una mediocre, frente a una de tantas... Por eso fracasa en realidad el matrimonio. Porque la gente no se casa con quien se lleva bien, sino con quien es guapo. Con la guapa. Y se quedan tan satisfechos. ¡Ya! Pero solo un rato. La belleza hace mucho daño, y en muchos sentidos (pág: 78).

Como siempre: pocas palabras para transmitir algo profundo. Si creéis que es sencillo, poneos a ello. Y olvidad todas las gilipolleces que os cuentan en las aulas de escritura. Si la mayoría de los profes (no todos, por suerte) no son capaces de crear algo así, ¿qué carajo os van a enseñar? Mejor guardaos el dinero de la matrícula para unas copas.
Dicho lo dicho, hay que tener en cuenta que en una novela como Peaje (y en muchas más, claro), igual que en una buena canción, se necesita un final logrado y contundente, un vía de escape que ponga la guinda en el pastel, y el libro lo tiene. Es un final anunciado por el narrador y esperado por el lector, pero se resuelve de manera brillante e incluso te saca unas risas, que siempre se agradecen en los tiempos que corren.
Como dice el prologuista, Julio de la Rosa no es un tío corriente, sino un rarito que se aleja del montón, un tipo retraído que siempre está estudiando su entorno. Y yo digo: bienvenidos sean los raritos, cojones, siempre y cuando nos regalen (en sentido figurado) joyas literarias como esta. Bueno, ahora os tengo que dejar. Por fin me he decidido: voy a buscar al supermán del peaje. Es un peso que me aplasta la conciencia y que ya no puedo soportar.



jueves, 11 de abril de 2013

IDILIO CON PERRO AHOGÁNDOSE, de MICHAEL KÖHLMEIER



Si entráis en la página web de la editorial Rayo Verde y pincháis en contacto se os abrirá una ventana con información acerca de la recepción de manuscritos, algo de sumo interés que más de un millón de potenciales escritores deben de haber leído ya en los seis o siete meses de vida de la editorial. Para los pocos que todavía no lo hayan visto, se lee lo siguiente:

Si desea enviarnos un original para que estudiemos su publicación, nos lo puede hacer llegar por correo postal o correo electrónico.

Antes de enviar el original le recomendamos que considere si su obra se adecúa a los criterios de publicación de nuestra editorial, resumiendo, publicaríamos a J.V.Foix y a Octavio Paz pero no a Dan Brown.

En los diez años que llevo conociendo a editores, agentes, editoriales grandes y pequeñas y viejas y nuevas, es la primera vez que leo algo tan explícito como: si escribes basura comercial, ahórrate los gastos de envío y vete un rato al gimnasio a correr en la cinta como un hámster estúpido. He conocido a gente con muy buenos propósitos, a editores que afirmaban apostar solo por la literatura de calidad, y luego ves que te sacan un tostón sobre vampiros, o una novela negra al uso porque eso es lo que se lleva, o algún bodrio infumable de algún listillo de la tele con el ego por la nubes, y entonces piensas en lo rápido que se va todo a tomar por culo en esta vida, entre ello los buenos propósitos. Hace una semana leí El libro de los cinco anillos del maestro Musashi, algo que todo guerrero (figurado o no) debería leer a lo largo de su vida, y me llamó mucho la atención una máxima aparentemente sencilla que decía: No hagas nada frívolo, nada que no tenga utilidad. Para que nos entendamos, un ejemplo de frivolidad en literatura sería Boris Izaguirre, alguien que pretende ser profundo y lo acaba siendo tanto como ese charco estancado y lleno de sapos llamado Telecinco. ¿Que hubiera hecho Musashi si se hubiera encontrado al amigo Boris en la calle? ¿Le hubiera cortado antes los huevos o la cabeza? Estas son la clase de preguntas que no me dejan dormir por la noche. Volviendo a Rayo Verde, llevo leídos tres de los títulos que han publicado hasta la fecha y todos me han parecido brillantes (véase reseña de Los leopardos de Kafka). Esta tarde, tras terminar Idilio con perro ahogándose, he corroborado que los principios de estos editores tienen unos cimientos muy sólidos y ojalá perduren durante muchos años (ventas permitiéndolo). Se trata de una novela breve (no llega a las cien páginas) con un título sugerente que enmarca la historia como si de un cuadro impresionista se tratase. Michael Köhlmeier, autor austríaco que no conocía ni de oído, nos sorprende con una narración fresca y profunda en la que reflexiona sobre la inmovilidad de la muerte y la fugacidad de la vida, todo teñido de evidentes tintes autobiográficos, pues su hija Paula murió a los 21 años en un accidente en la montaña, tal y como aquí se relata. Creo que no puede haber nada peor para unos padres que perder a un hijo, sobre todo a un hijo con esa edad, y todo ese halo de tristeza generado por la tragedia acompaña al lector desde las primeras líneas hasta el final. El libro empieza de manera curiosa: el editor del protagonista, un tal Dr. Beer, decide hacerle una visita a su casa para trabajar juntos en la nueva novela. Se trata de un hombre extravagante con el que el protagonista guarda cierta distancia, incluso pasados unos días, y al que además le cuesta tutear. En la narración no hay misterios ni pasan cosas desorbitadas, pero la grandeza de la obra está en las metáforas universales que recrean ciertas situaciones, como cuando Monika, la mujer del autor, le enseña al Dr. Beer una jungla a pequeña escala que ha montado en el salón, como si fuera un invernadero. En ella hay, entre otras cosas: 

"... un camaleón que cambia de color si no se toca, una docena de monos, King Kong, un tiranosaurio rex, un leopardo y una pantera, ambos de porcelana, ambos de tamaño real, lagartijas, libélulas, mariposas, centenares de pájaros... También, tal vez incluso lo primero que salta a la vista del espectador, las muñecas con su eterna mirada de Mona Lisa, las máscaras que contemplan ausentes el espacio desde sus ojos vacíos y, esparcido encima de todo aquello, un sinfín de flores de seda y distintos productos artificiales, que podrían dar a pensar que aguarda (o está al acecho) un mundo extraño, sofocante, en cuyo seno late el corazón de las tinieblas..." (pág.: 26).

Y luego por supuesto está lo del perro, descrito de manera magistral por el autor y resuelto con un soprendente final, cuando el protagonista y el editor bajan juntos al Antiguo Rin y se encuentran a un perro abandonado, el mismo con el que unos días antes había dado el Dr. Beer durante un paseo en solitario. El animal está tumbado en la fina capa de hielo que recubre un lago, hasta que de repente todo cede bajo su peso y empieza la pesadilla: tres páginas de una intensidad majestuosa en las que se describe la lucha del hombre y del animal contra ese gran enemigo llamado Muerte, ese espíritu despectivo que nos sigue a todas partes, listo para golpearnos con su guadaña cuando menos lo esperemos.
En definitiva, un libro muy recomendable por el módico precio de 12 euros, una catana tan afilada que hasta el mismo Musashi, o lo que queda de él en la tumba, se quitaría el sombrero. Esperemos que sigan los buenos propósitos de estos editores y con ellos la literatura de calidad