Hace unos años mi mujer, al poco de haber entrado a trabajar en el maravilloso mundo de las clínicas de reproducción asistida, volvió a casa y me dijo que el fin de semana habían organizado una cena con algunas compañeras y que se podía ir con las respectivas parejas. Recuerdo que cuando me lo anunció me puse a temblar. Una cena para conocer gente nueva y entablar nuevas amistades; dios, eso es para que a uno le dé un ataque de pánico, con lo tranquilo que estás en tu puta cada leyendo un buen libro o viendo Sálvame Deluxe. ¿A santo de qué vienen todas esas mierdas sociales? Bueno, el caso es que me armé de valor, me mentalicé bien y acudí a la cena. Y mira por cuanto me sientan justo al lado del capullo de turno, el novio de una de las doctoras, quien, según nos contó el mismo, gastaba entre ocho y nueve horas de su vida diaria sentado en un peaje de Barcelona. El tío (a partir de ahora El supermán del peaje) era uno de esos mierdas pequeñajos con las pupilas muy dilatadas (véase en google Efectos secundarios de la cocaína), muchos tics nerviosos y esa habla chulesca de quien tiene el ego por la nubes y siempre ha de quedar por encima de ti y tener la última palabra. Durante la cena me pasaron varias opciones por la cabeza:
A) Levantarme y sin proferir palabra meterle un codazo en la coronilla con un movimiento seco y descendiente;
B) Cojer el tenedor y clavárselo en un ojo y luego sacarle el ojo y enseñárselo;
C) Darle una patada en los cojones;
D) Preguntarle primero si ese ego desmesurado se debía a la inmensa frustración producida por el trabajo de mierda en el peaje, luego pasar a la opción A.
En fin, como podéis apreciar, todas las opciones son válidas y creo que depende más bien de la elección y del estado anímico de cada uno en un determinado momento. No hay más hilo de Ariadna que eso. Al final, y es algo del que me arrepentiré a lo largo de toda mi vida y que no consigo perdonarme y que me causó un trauma enorme que me llevaré a la tumba, opté por ignorarlo y solo lo hostigué con la mirada en un par de ocasiones. Una vez en el coche, le dije a mi mujer que esa era la última vez que iba a una cena con desconocidos (han pasado seis años y hasta ahora he cumplido con mi palabra).
¿Por qué os cuento toda esta mierda del supermán del peaje? Bueno, básicamente porque tras leerme el maravilloso libro de Julio de la Rosa (nuevo acierto de Tropo, a los que por cierto nos tienen acostumbrados últimamente) no pude dejar de pensar en él durante tres días y hasta me planteé irlo a buscar a su casa por la noche para meterle una paliza tremenda y luego tirarlo a un contenedor de basura. La novela de Julio, quien, además de escritor, es un músico de primera, es una auténtica delicia que se devora en un día por su ritmo hipnótico y musical, una historia de tomo y lomo narrada con originalidad, frases contundentes y un sarcasmo ácido y corrosivo que resulta muy eficaz. Como apunta Joan Luna en el prólogo, se trata de un libro ni corto ni largo, ni demasiado serio ni demasiado ligero. La trama es sencilla (como tiene que ser, coño): José Tudela trabaja en un peaje y ve pasar gente y coches todo el día, y mientras esos rayos de vida desfilan fugazmente a su lado, él se imagina sus existencias y las reconstruye con unos delirantes a la vez que poderosos monólogos interiores, todo marcado por el pegadizo estribillo que Jose repite sin cesar: seis cuarenta, precio del peaje que todos han de abonar y verdadero elemento aglutinante de la narración. Encerrado en su minúscula cabina durante ocho horas, el protagonista aumenta sus delirios y se dedica a leer los obituarios del periódico. Dice:
Me gustan los muertos. Devuélvanme a la vida, señores muertos. Y a la lectura. A ver qué hicieron estos para que tengamos que recordarles. Una vida entregada a algo. Es extraño. Me gustaría saber si fueron felices. "Nunca juzgues la felicidad de una persona hasta que no esté muerta. Solo entonces se revelará la verdad". Wayne Anthony Allwine (pág:16).
Y luego saca el tema de la policía estética, necesaria para que desaparezcan los zumbados, o la gente tóxica, como prefiráis decirlo:
Una policía estética, claro que sí. Estaría medio planeta entre rejas, habría trabajo para el resto y seríamos felices solo de no ver a gente como esa por ahí suelta... Porque no sé en qué momento nos hicimos inteligentes, pero deberíamos habernos quedado solo con la belleza. Hermosos y tontos. Hermosos e imbéciles. Sería todo mucho más fácil (pág: 24).
También hay una reflexión hacia la mitad que me parece sin duda la más acertada del libro:
Carácter, ¿qué coño es el carácter? ¿Ser prepotente es tener carácter? ¿Ser un engreído? ¿Hablar muy alto? ¿Tener dotes de mando? Todos quieren tener una chica bonita a su lado, y cuando consiguen a la más guapa que pueden conseguir se quedan tranquilos. Luego se arrepienten, se arrepienten mil veces, porque cuando ya no ven la belleza, sino la persona que tienen delante, se dan cuenta de que están frente a una gilipollas, frente a una mediocre, frente a una de tantas... Por eso fracasa en realidad el matrimonio. Porque la gente no se casa con quien se lleva bien, sino con quien es guapo. Con la guapa. Y se quedan tan satisfechos. ¡Ya! Pero solo un rato. La belleza hace mucho daño, y en muchos sentidos (pág: 78).
Como siempre: pocas palabras para transmitir algo profundo. Si creéis que es sencillo, poneos a ello. Y olvidad todas las gilipolleces que os cuentan en las aulas de escritura. Si la mayoría de los profes (no todos, por suerte) no son capaces de crear algo así, ¿qué carajo os van a enseñar? Mejor guardaos el dinero de la matrícula para unas copas.
Dicho lo dicho, hay que tener en cuenta que en una novela como Peaje (y en muchas más, claro), igual que en una buena canción, se necesita un final logrado y contundente, un vía de escape que ponga la guinda en el pastel, y el libro lo tiene. Es un final anunciado por el narrador y esperado por el lector, pero se resuelve de manera brillante e incluso te saca unas risas, que siempre se agradecen en los tiempos que corren.
Como dice el prologuista, Julio de la Rosa no es un tío corriente, sino un rarito que se aleja del montón, un tipo retraído que siempre está estudiando su entorno. Y yo digo: bienvenidos sean los raritos, cojones, siempre y cuando nos regalen (en sentido figurado) joyas literarias como esta. Bueno, ahora os tengo que dejar. Por fin me he decidido: voy a buscar al supermán del peaje. Es un peso que me aplasta la conciencia y que ya no puedo soportar.