miércoles, 19 de septiembre de 2012

LA INSOPORTABLE LEVEDAD DEL SER, del maestro Milan Kundera



Recuerdo que cuando tenía diecisiete años leí por primera vez un libro de Kundera. Se llamaba La ignorancia y me hacía pensar en mi profesora de Lengua y Literatura, una paleta presumida con aires de superioridad y afán de dominar la endeble personalidad de unos adolescentes inseguros. Recuerdo también que mi padre me dijo: "Si te gustó La ignorancia, debes leer La insoportable levedad del ser; es una auténtica obra maestra". Le hice caso después de doce años, lo cual demuestra que a veces soy un poco primo. Cuando acabé la novela, medité que su contenido hubiera podido ayudarme a comprender mejor la vida diez años antes, pero está claro que no podemos volver atrás. Kundera nos advierte: "No existe posibilidad alguna de comprobar cuál de las decisiones es mejor, porque no existe comparación alguna. El hombre lo vive todo a la primera y sin preparación, como si un actor representase su obra sin ningún tipo de ensayo". Einmal ist keinmal, repite a menudo Tomás, uno de los protagonistas, es decir, que lo que solo ocurre una vez es como si no ocurriera nunca. Las coincidencias son los pilares de nuestra vida, las que hacen que los sucesos ocurran porque sí y nos dejen con la duda de si nuestro destino está escrito de antemano. Las cosas solo pasan una vez y no existe el hubiera. No hay manera de comprobarlo en la realidad, y solo podemos consolarnos con las especulaciones.
La obra, que a primera vista podría ser etiquetada de "filosófica", narra en realidad una extraordinaria historia de amor de dos supuestas parejas: Teresa y Tomás por un lado y Franz y Sabina por otro, aunque sus destinos se entrelazan irremediablemente. Kundera penetra hasta lo más hondo del ser humano y nos presenta un magnífico fresco realista de celos, sexo, traición, infidelidades, muerte, debilidades, paradojas y terquedad. Pese a la omniscencia del narrador, sus personajes están vivos y a veces hasta dan la sensación de tener vida propia, de salirse de la novela para huir hacia un mundo mejor, lejos de esa compasión que los consume por dentro. Leemos:

"No hay nada más pesado que la compasión. Ni siquiera el propio dolor es tan pesado como el dolor sentido con alguien, por alguien, para alguien, multiplicado por la imaginación, prolongado en mil ecos" (pág.: 38).

Una novela no es una confesión del autor, sino una investigación sobre lo que es la vida humana dentro de la trampa en la que se ha convertido el mundo. Y resulta que los cuatro protagonistas se sienten atrapados en esa jaula y no encuentran la salida. Son prisioneros de sus quimeras y de las miradas bajo las que quieren vivir, y poco a poco van siendo aplastados por el enorme peso de la existencia, esa insoportable levedad del ser, una especie de gravedad de las almas a las que todos, sin excepción, estamos sometidos. La sexta parte, titulada la Gran Marcha, es sin duda la pieza aglutinante de toda la obra. En algo más de treinta página se resume la calaña humana como pocos escritores han logrados hacer a lo largo de la historia. Se tiene la sensación de que Kundera ha dado en el blanco, de que ha dicho lo que todos anhelábamos saber desde siempre, pero que nunca supimos cómo expresarlo, y así se eleva por encima de los demás mortales para ocupar el trono de la posteridad. A veces tenemos la sensación de que la narración se vuelve algo espesa, pero entonces aparecen párrafos como este que nos despiertan de inmediato:

"Preso en un campo de concentración alemán durante la Segunda Guerra Mundial, el hijo de Stalin compartía alojamiento con oficiales británicos. Tenían el retrete en común. El hijo de Stalin lo dejaba sucio. A los ingleses no les gustaba ver el retrete embadurnado de mierda, aunque fuera mierda del hijo de quien entonces era el hombre más poderoso del mundo. Se lo echaron en cara. Se ofendió. Volvieron a reprochárselo una y otra vez, le obligaron a limpiar el retrete. Se enfadó, discutió con ellos, se puso a pelear. Finalmente solicitó una audiencia al comandante del campo. Quería que hiciese de juez. Pero aquel engreído alemán se negó a hablar de mierda. El hijo de Stalin fue incapaz de soportar la humillación. Clamando al cielo terribles insultos, echó a correr hacia las alambradas electrificadas que rodeaban el campo. Cayó sobre ellas. Su cuerpo, que ya nunca ensuciaría el retrete de los ingleses, quedó colgando de las alambradas.
...  
El hijo de Stalin dio su vida por la mierda. Pero morir por la mierda no es una muerte sin sentido. Los alemanes, que sacrificaban su vida para extender el territorio de su imperio hacia oriente, los rusos, que morían para que el poder de su patria llegase más lejos hacia occidente, ésos sí, ésos morían por una tontería y su muerte carece de sentido y de validez general. Por el contrario, la muerte del hijo de Stalin fue, en medio de la estupidez generalizada de la guerra, la única muerte metafísica" (pág.: 257)

Un libro que toda persona debería guardar en su librería, una obra maestra imprescindible que con su peso sostiene la insoportable levedad de la literatura contemporánea. ¿Dónde cojones está el Nobel?