Si este libro cayera en manos equivocadas, por ejemplo en las de uno de esos listillos que van por ahí enalteciendo la supuesta literatura inteligente y elaborada, quizá podríamos leer frases del tipo: "El autor no hace metaficción. Es un libro con un estilo demasiado sencillo. Cualquiera puede escribir algo así". Desde este blog os invito a no prestarles demasiada atención a esa gente. Son, aparte de primos, tipos frustrados que aún están recolectando el dinero para autoeditarse su propio libro porque nadie lo quiere, pese por supuesto a que ellos lo hacen tan bien y son tan buenos. Hablan de metaficción y de Literatura como si estuvieran comentando carreras de caballos. La misma superficialidad. Si es tan fácil escribir como Ray Pollock, o como Fante, o como Sherwood Anderson, o como Bukowski, o como Larry Brown, o como Harry Crews, ¿por qué no los imitáis? Quizá sea la única manera de que vuestra mierda celestial viera la luz de una vez por todas y llegara a los mortales. Dicho esto, y dejando a un lado a los primos, vamos a centrarnos ahora en El diablo a todas horas, recíen publicado por Libros del Silencio y probablemente una de las mejores novelas que he leído en los últimos meses. El autor, tras el justificado éxito de Knockemstiff, libro de relatos publicado en la misma editorial y reseñado en este blog hace cosa de un año, se lanza con su primera novela para mostrarnos la cara más oscura e infernal del mundo, la faceta desconocida de la América más profunda que uno pueda imaginarse. El escenario vuelve a ser Ohio, con sus bosques sempiternos por donde pululan individuos siniestros dejados de la mano de Dios. Al principio se tiene la sensación de encontrarse frente a otro libro de relatos, pues se cuentan por separado las historias de Willard Russel, veterano de la Primera Guerra Mundial a quien le da por hacer sacrificios de animales en el bosque contiguo a su casa para salvar a su mujer gravemente enferma de cáncer; de Arvin, hijo de Russel, un adolescente que crece traumatizado y forjándose su propia idea de la justicia; de Roy, predicador chiflado que un día se encierra en un armario y cuando sale está convencido de poder resucitar a los muertos; de Carl y Sandy Henderson, una pareja de asesinos que patrullan América en busca de autoestopistas a quienes sacan fotos antes de matarlos; de Preston Teagardin, reverendo despiadado y lascivo; y, finalmente, del sheriff corrupto Lee Bodecker, alcohólico impedernido que abusa constantemente de su poder. Historias de gente a la deriva que poco a poco irán entrelazándose entre ellas, creando un maravilloso fresco realista digno del mejor Goya. El diablo a todas horas es un libro poderoso, inquietante, honesto, emotivo y tremendamente divertido, listo para ser llevado al cine por el maestro Tarantino. A continuación una pequeña muestra:
"Había que confiar en el hecho de que todo en el mundo iba a salir tal como estaba planeado. Sin embargo, después Emma había perdido la fe y había terminado regateando con Dios como si Él no fuera más que un tratante de caballos con un bocado de tabaco en el carrillo o un chatarrero desarrapado que vendiera sus mercancías melladas junto a la carretera" (pág. 30).
"Le dijo que había oído casos como el suyo, en que una persona estaba tan confusa y asqueada por algo que había hecho, por algún pecado terrible que había cometido, que empezaba a imaginarse cosas. Caramba, había leído historias de gente, gente normal y corriente, alguna prácticamente analfabeta, que estaba convencida de que era el presidente o el papa o alguna estrella famosa de cine. Aquella clase de gente, la avisó Teagardin con voz triste, solía terminar en el manicomio, violada por los conserjes y forzada a comerse sus propios excrementos" (pág. 262).
Leer este libro es como subirse a un Mustang Shelby Cobra de 500 caballos y pisar a fondo el acelerador para darse una ducha de adrenalina. Las sensaciones son muy parecidas, con la única diferencia de que el Mustang vale cincuenta mil pavos, mientras que la novela de Pollock solo os roba un billete de veinte. La elección parece fácil y yo desde luego me decanto por el libro. El Mustang vamos a dejárselo a Javier Calvo; se lo merece por haber conseguido, una vez más, una traducción impecable.