domingo, 10 de febrero de 2013

LA CRIPTA DE LOS CAPUCHINOS, de Joseph Roth



En un país donde los sueldos son algo simbólico, por no decir una auténtica basura, y donde la picaresca reina soberana, es casi impensable entrar en una librería y gastarse veinte euros por llevarse un libro de doscientas páginas que la mayoría de las veces resulta ser un bodrio infumable de tres al cuarto. La gente está cansada de los timos, así que una buena opción podría ser rescatar los libros de segunda mano y acudir a los mercadillos, donde a veces podemos encontrar verdaderas joyas. Por La cripta de los capuchinos, una de las grandes novelas del siglo XX, apenas tuve que desembolsar cuatro euros, y encima me llevé la primera edición (foto). Si pensamos que un libro de Boris Izaguirre te vale unos veinticinco pavos, el despropósito adquiere dimensiones bíblicas. Vivimos en un mundo en transformación, un mundo en decadencia que galopa ciego hacia su triste fin, y encima se va dejando por el camino las preciadas alforjas de los derechos humanos. Si lo pensamos bien, el actual no es un panorama tan diferente del que describe Joseph Roth en esta fabulosa novela, donde el joven Trotta, heredero de una familia de origen humilde ennoblecida por el emperador Francisco José, empieza describiendo su vida en Viena justo antes de la Primera Guerra Mundial. Tras volver de la guerra, se casa con una muchacha caprichosa llamada Isabel y contempla, junto con la anciana madre, el declive de un mundo del que cada vez se siente más ajeno. Hacia el final, el protagonista bajará a la cripta a la que alude el título y donde está enterrado el emperador Francisco José, y allí confesará todo su fracaso. Una novela profunda, intensa y rebosante de frases memorables. Algunos pasajes:

¡Qué bondadosa es la naturaleza! Las carencias que regala la edad son una gracia. Nos regala el olvido, la sordera y la debilidad de los ojos a medida que envejecemos, y luego, poco antes de la muerte, un poco de confusión también. Las sombras que la muerte manda por adelantado son frescas y bienhechoras (pág.: 127).

Entonces me di cuenta por primera vez de por qué las mujeres aman sus casas y sus hogares más que sus maridos. Son ellas las que preparan el nido para los que han de venir, y las que con inconsciente alevosía enredan al hombre en una red difícil de pequeñas y diarias obligaciones, de las que ya nunca se pueden deshacer (pág.:132).

Siempre me ha parecido que los hombres que aman a los animales emplean en ellos una parte del amor que deberían darle a los seres humanos, y me di cuenta de lo justa que era esta apreciación cuando comprobé casualmente que los alemanes del Tercer Reich amaban a los perros lobos, a los pastores alemanes. "Pobres ovejas", me dije (pág.: 149).  

Cuatro euros a cambio de unas horas de literatura celestial. Impagable.