sábado, 30 de marzo de 2013

LA CHICA ZOMBIE, de LAURA FERNÁNDEZ



Si alguien me parara en la calle y me preguntara a bocajarro qué opino de los primeros dos libros que me leí de Laura Fernández (Bienvenidos a Welcome y Wendolin Kramer), probablemente le diría que están bastante bien, que dejan entrever a una narradora original y con ideas interesantes. ¿Me han gustado? Diría que sí. ¿Me han entusiasmado? Diría que no. ¿El problema? Aunque la historia era divertida, le faltaba algo de profundidad. Creo que esa es una de las grandes asignaturas pendiente de la denominada Generación Nocilla (no sé si Laura se siente parte integrante del grupo o no, pero sin duda comparte ciertos aspectos estéticos-literarios con ellos), algo que le resta peso e importancia a toda la originalidad de la que hacen alarde. Todo muy cool, todo muy guay, todo "pijamente" y socialmente comprometido, todo muy rompedor, y sin embargo te lees una de esas novelas y acabas teniendo la sensación de que te han timado, de que te han colado un gol por debajo de las piernas y ni te has dado cuenta. Es como ir a una pastelería y ver en la vitrina un bombón de nata y virutas de chocolate por el que empiezas a formar pompas de bava. Oiga, ¿cuánto vale? Cinco euros, te dice la dependienta. Lo compras por el aspecto pese al precio desorbitado, y cuando le metes el primer mordisco te das cuenta de que por dentro está vacío, de que no es más que un invólucro bonito que sabe a nata y virutas de chocolate. Resultado: te cagas en la dependienta y en la tienda. Algo parecido me pasa a mí con la generación Nocilla, y el nombre ayuda a que la comparación con el bombón sea más efectiva. Repito: sobrevalorar es peligroso. No somos imbéciles, señores editores, y cada vez compramos menos motos con pedales. Con Laura, sin embargo, pensé que había un talento allí escondido que no tardaría en subir a flote, y tuve la confirmación cuando me leí (o más bien me devoré) su última novela: La chica zombie. Aquí por fin encontré a la narradora que andaba buscando, a esa voz que se desvincula de lo jodidamente cool para darnos a la vez una lección de originalidad, de talento narrativo y, sobre todo, de profundidad. La sinfonía literaria que nos ofrece nos lleva por el tormentoso mundo de la adolescencia, donde Erin Fancher (me encantan los nombres de los personajes, que conste), una chica de dieciséis años con los problemas típicos de esa edad, se despierta una mañana convertida en zombie, o al menos eso cree ella, ya que todos la ven más o menos normal, a excepción del puto Billy el psicópata Servant, el niño raro del que todo el mundo rehúye. Es un mosaico de líos juveniles, de incompresiones, de celos y de envidia, una historia sobre lo difícil que es dejar de ser niño, lo duro que es vadear las aguas tormentosas de la adolescencia y, por encima de todo, aprender a ser uno mismo, venciendo las inseguridades que nos acosan como sombras despectivas vayamos adonde vayamos. Están todos los moldes de Dios: la chica Más Popular del Instituto (Shirley), el guaperas ligón (Reeve De Marco), el raro marginado (Billy Servant), el macarra (Lero Kirby), los simios amigos del macarra, el pusilánime (Eliot Brante) y por supuesto la insegura Erin Fancher, nuestra Chica Zombie; es decir, toda esa retahíla de personajes que pululan a nuestro alrededor en el día a día. Pero no es solo una novela sobre la adolescencia, sino que en paralelo se desarrolla también el drama de los adultos, véase la absurda relación entre el gordo Rigan Sanders, el director del instituto, y Velma Ellis (Pelma para los amigos), la profesora suplente de Lengua. Gente que no sabe lo que quiere, tipos que siguen cargando con las piedras de la adolescencia al igual que Sísifo, el tío condenado a subir una jodida roca hasta la cima de la montaña y luego bajarla y así repetir toda la operación para la eternidad. El mundo que se refleja en esta novela es tremendamente actual, y cualquiera podría encontrar paralelismos con su vida o la de su vecino. Es una novela tierna, una mezcla, como se apunta en la contracubierta, entre La Metamorfosis de Kafka y Carrie de Stephen King que desde luego no deja indiferente al lector e invita a la reflexión. El estilo es fluido (se nota que a la autora le gusta Fante), divertido, cortante y a ratos corrosivo, marcado por esas frases profundas que tanto había echado en falta en los dos libros anteriores:

Cuando uno tiene dieciséis años está acostumbrado a vérselas a diario con monstruos del tamaño de elefantes. Monstruos como un cero y medio en Lengua, Wanda Olmos en el vestuario o tu diario en el cajón de los calcetines, monstruos como el chico que te gusta enamorado de tu mejor amiga, aparatos en los dientes durante los próximos veinte años, como soñar que te tiras a Billy Servant y te gusta, como que en realidad no entiendes por qué haces lo que haces pero lo haces de todas formas. Ese tipo de monstruos (pág.: 43).

Reeve se quedó al otro lado, pensando en que no estaría nada mal tener un interruptor en algún lugar para poder apagarse de vez en cuando. Como se apagaban las consolas cuando estabas harto de jugar (pág.: 255).  

Un libro para disfrutar en tu casa, en la playa, en la montaña, en la bañera o en el trabajo, una novela que demuestra que el talento, tarde o temprano, siempre acaba saliendo a la luz para enseñarnos su rostro más risueño, por mucho que nos lo unten con espesas capas de Nocilla. Escritora revelación.


martes, 19 de marzo de 2013

SOLO DE LO PERDIDO, de CARLOS CASTÁN



A veces oigo voces por la noche o cuando paseo en solitario por las calles de Barcelona. Son como un susurro que se va haciendo cada vez más atiplado y que acaba sumiéndome en una especie de trance. Alguien podría decir: "Qué clase de mierda es esa?". La respuesta es sencilla: son nuestros miedos, los que nos escoltan por la existencia y hacen que todo parezca un poquito más jodido de lo que esperábamos en un principio. Miedo a perderlo todo, a no volver a conseguirlo, a quedarse solo en el mundo. Miedo a lo desconocido, a que ignoren tus libros, a que te zahieran. Miedo a relacionarse con los demás, a la soledad, a la locura. Miedo a que te digan, como apunta Carlos Castán en este precioso libro, la peor frase de todas: "Tenemos que hablar":

Tenemos que hablar es una de las frases más terribles que existen en nuestro idioma. Nadie dice eso cuando va a darte una buena noticia, una prórroga o un respiro. Tenemos que hablar es el pánico (pág.: 93).

Sólo de lo perdido es un libro de relatos de una calidad extraordinaria que te sumerge por completo en el melancólico universo de un autor que juega con las palabras como el malabarista con el fuego. Él nunca llega a quemarse, y al final la que arde es tu mente. Es la historia de trenes perdidos, de ocasiones derrochadas, de tardes vacías, de sueños que nunca llegan a cumplirse y de los días que se repiten hasta la muerte. Pero es también una elucubración profunda de la existencia humana, de su cara y de su cruz, de como todo puede joderse en un abrir y cerrar de ojos, y solo nos queda consolarse con ese puñado de vida que guardamos entre las manos como polvo del desierto.
Escuela de la muerte es quizá uno de los mejores relatos que haya leído jamás. Fijaos en el comienzo:

"Existe una clase de horror que solo se respira en las ciudades de provincia, nunca en un aldea y mucho menos en una urbe de verdad. Y no tiene que ver con la estrechez de los horizontes, ni con la falta de salas de cine o lo interminable de los inviernos con sus tardes en bares mal iluminados, la baraja manoseada y el café que siempre se queda frío un segundo antes de llegar a los labios. Y tampoco con esa mediocridad de chismes y tenderos, y familias de toda la vida, y bostezos y caciques. Lo peor de todo no es eso.
Lo terrible, según yo pienso, es que un buen número de personas se mueren mucho antes de morirse. Llega su hora, pero sin embargo ellas continúan viviendo. De buena gana les llevaríamos flores al cementerio si no fuera porque, extrañamente, no se encuentran allí, sino paseando por las calles o en un piso cualquiera a escasas manzanas de tu casa. Son personas que tuvieron su gran momento en la historia de nuestras vidas, a veces un papel estelar...
El olvido es una atrocidad y es a la vez la inocencia, tiene esa doble cara de los perores monstruos (guiño, intencionado o no, a La ignorancia, obra maestra del inmortal Kundera).

Y luego esto, del relato El aire que me espía:

Un viaje, además, tiene siempre un reverso, una cara oculta que no por permanecer invisible debe dejarse de tener en cuenta: viajar no solo es transportar tu presencia a otros parajes, sino crear tu falta en el lugar en que vives, hacer que alguien diga: "Dónde andará aquella sombra que acostumbraba a errar por estas calles?" o "Habrá muerto ya el tipo que solía acodarse en la esquina del final de la barra?", y la construcción de ese hueco, de ese vacío en el aire, supone a veces una aventura mayor, aunque secreta, que las vividas en la carretera (pág.: 34).

Las palabras de Carlos son como dardos envenenados que se clavan a fondo en nuestros corazones, son derviches que nos parten el alma en dos, y hacen que los supuestos grandes escritores, aquellos de los que hablan los periódicos y que nos venden en los quioscos, se vuelvan tan pequeños e insignificantes como ese polvo del desierto que encerramos en el puño tras el enésimo batacazo. No me encontraba frente a un escritor español tan poderoso desde Mateo Alemán, y solo he tenido que esperar cuatrocientos años. Si pienso que hay gente que lleva dos mis años esperando a un tío llamado Mesías, tampoco es tanto. Como siempre, depende de los puntos de vista.


viernes, 15 de marzo de 2013

ALEHOP, de JOSÉ ANTONIO FORTUNY


No debería estar reseñando este libro, soy consciente de ello. Una de las reglas principales de este blog es recomendar únicamente aquellas obras redondas cuya calidad literaria supere de largo a la de la mayoría de los títulos que invaden cada día las librerías del mundo. Y, por supuesto, no es el caso de Alehop, verdadero boom editorial de los últimos meses y por el que felicito a su autor, José Antonio Fortuny, compañero en la agencia literaria Página Tres, ya que a todos nos gustaría que nuestro libro pegara un bombazo y se reseñara por todas partes. Desde hace años, José sufre una enfermedad neuromuscular que ha ido progresivamente paralizando su cuerpo, pero que no lo ha privado de su capacidad para comunicarnos su propia visión de la existencia. El hecho de que alguien con estos problemas consiga encontrar la fuerza y la motivación para ponerse a escribir es algo que se me antoja como un reto pantagruélico, una entelequia solo al alcance de unos pocos elegidos. Y lo que nos demuestra José es que la escritura es esperanza, es savia que nos mantiene vivos día tras días, es nuestra panacea para salir a la calle y poder soportar ese infierno llamado "existencia". No solo le deseo a José que siga escribiendo, sino que espero que la literatura lo haga volar más allá de los confines de la imaginación, allí donde ninguna silla de ruedas te podrá jamás anclar a la tierra. Dicho esto, creo que para hacer una crítica constructiva de un libro y dilucidar las cosas con objetividad siempre es menester separar al artista de la persona, al producto de quien lo ha escrito, y analizarlos por separado. La novela en cuestión, que Rosa Montero enaltece como "una farsa negrísima, angustiosamente divertida, ingeniosa, inteligente y muy actual", en realidad tiene algunos fallos importantes. Pese a que el autor demuestra un control de la lengua y unos conocimientos léxicos envidiables, la estructura flojea un poco y la historia a menudo parece traída por los pelos. En ella, se cuentan las vicisitudes de una pareja de ancianos que viven una serie de peripecias grotescas cuando su único objetivo es tener derecho a la ley de dependencia. Hay un poco de todo: la llegada de un circo al pueblo, recortes, un reality llamado Bigyayos sobre los ancianos, policía, malentendidos, locura, espiritismo, avaricia, falta de solidaridad, locos sueltos, falta de comunicación... La idea de la historia, concebida para reflejar un mundo a la deriva, no está mal, pero nos encontramos con una problema importante de ritmo, muy lento en la primera parte y algo precipitado al final. Además, se supone que este libro está pensado para hacer reír (recordemos la frase de Rosa Montero), y la verdad es que solo consiguió sacarme un par de sonrisas. No hay nada más difícil en literatura que hacer reír y reflexionar al mismo tiempo, y para ello hay que hacer alarde de toda la naturalidad posible o estamos fritos (las escenas del superjefe que se la chupa al director del reality o la del perro que se folla luego al mismo director desentonan y chirrían; no por su vulgaridad, sino porque no pintan nada ni aportan nada a la narración ni le dan fuerza). A veces incluso estamos fritos siendo naturales, o sea que imaginaos. Sin embargo, la novela tiene momentos interesantes y reflexiones que delatan a un buen escritor, de ahí que haga esta reseña. Fijaos en esto:

Si el mundo ya le parecía al anciano cada vez más caótico, más complicado de deglutir era esta juventud de tejanos ceñidos, que copulaban como conejos y se tatuaban rosas envueltas en alambres de espinos en la piel (pág.: 35).

Una de las reglas cardinales de un buen espectáculo es: nunca lo interrumpas abruptamente, en pleno funcionamiento, porque sería como si le quitaras el plato a un perro que está comiendo, o que un cantante se parase en medio de un estribillo que está siendo coreado. Cuando la rueda está girando, es muy peligroso meter la mano (pág.: 345). 

Espero ansioso la próxima novela de José, convencido de que se puede superar y dar el salto a la palestra de los grandes narradores. A él van todos mis mejores deseos y la esperanza de que siga escribiendo.