lunes, 8 de febrero de 2010




RECUERDOS DE UN CINE DE BARRIO, J. A. BARRUECO

Sherwood Anderson, padre y maestro de todo buen novelista moderno, escribió en una de sus obras que la gente se figura que los escritores sacan sus personajes de la vida real, y no es así. Lo que en realidad hacen es encontrar algún hombre o mujer que, por alguna obscura razón, atrae su interés. A partir de allí cogen los pocos hechos que conocen y tratan de construir toda una vida. Las personas son para el escritor puntos de partida, y lo que resulta al final no tiene con frecuencia nada o muy poco que ver con la persona que le sirvió al comienzo como punto de referencia. Pues un buen ejemplo de ello lo hallamos en esta obra muy lograda de José Ángel Barrueco, uno de esos escritores “marginados” (me apunto al grupo) que siempre están luchando contra viento y marea por hacerse un hueco en el penoso mundillo editorial, donde los gigantes que sobresalen son los bufones televisivos y los enchufados mediocres, mientras que los “enanos” tenemos que conformarnos con el rol de figurante. Y, hablando de figurantes, tenemos una buena retahíla en Recuerdos de un cine de barrio, donde asistimos a un desfile interminable de personajes grotescos y de baja estofa, como se nos dice en la página 86:
“Abundaba en el cine Pompeya esa tribu de individuos tristes, de vidas monótonas, de rasgos dignos de ser caricaturizados, solteros, solitarios, atados a un trabajo que los alienaba”.
A partir de aquí arranca la cinta de diapositivas, y el protagonista se encarga de relatarnos su vínculo con el cine Pompeya, propiedad del abuelo, con rápidas e impactantes pinceladas. El lector entra en la historia, os lo aseguro, y se catapulta atrás en el tiempo hasta los ochenta, años de grandes estrenos y películas inolvidables como, sólo por poner algunos ejemplos, En busca del arca perdida, del mítico Harrison Ford, Los siete magníficos, los westerns del insuperable Clint Eastwood, Tiburón de Spielberg y, por qué no, también toda la serie de filmes de Bud Spencer y Terence Hill, los ídolos de mi niñez, adolescencia y madurez (no os creáis ahora que soy tan viejo, joder). Leer este libro es como abrir el baúl desordenado de la memoria, zambullirse en su interior y descubrir, a la postre, que la niñez es una etapa demasiado importante de la vida, una época en la que el amo destino aún no tiene poderes supremos sobre nosotros. Ya, porque luego las cosas se suelen poner muy jodidas y todos caminamos inexorablemente hacia nuestro destino, cuyos hilos están movidos por algún titiritero supremo y por supuesto muy caprichoso. Este pasaje es quizá uno de los más esclarecedores al respecto:
“Aquel fue mi primer contacto con esa ley que especifica que los sueños no se cumplen, y que la vida no es tan sencilla como cuando una va al colegio y sus únicas preocupaciones son los suspensos, las chicas y esquivar el tedio. Entonces advertí que las múltiples profesiones que recitaba, años atrás, como una cantinela, los oficios que soñaba con desempeñar, no eran sino pura palabrería, delirios de crío. Nadie se atreve a mostrarle a un niño la crudeza de la verdad: significaría arrebatarle la inocencia, pero un día el muchacho crece y percibe el panorama desolador de su entorno. Y comprende que estaba más seguro cobijado en su mundo”.
Lo mejor que puede hacer un escritor en su vida es escribir sobre su adolescencia, recordar y reconstruir su pasado en el que tanto las cosas malas como las buenas parecían formar parte de un mismo juego. Nadie pretende que la historia sea completamente fiel a la verdad, pues la verdad es algo imposible para todo escritor. Es como la bondad: algo anhelado por muchos seres humanos, pero que no se consigue jamás al cien por cien. La novela sobre la juventud siempre será para un escritor el diamante más puro, la obra más íntima en la que desemboca un caudal impetuoso de recuerdos que pedían a gritos verse plasmados en el papel. Estoy seguro de que para José Ángel también es así, y este Recuerdos de un cine de barrio lo acompañará a lo largo de su vida, y tal vez lo hará sentir más amparado en los momentos de mayor dificultad. Es un ejemplo de buena receta literaria, con muchos huevos, una pizca de emoción, dos cucharadas de humor y muy poca nocilla. Alguien debería enviarle un ejemplar por correo a Antonio Gala o a Almudena Grandes; nunca es demasiado tarde para aprender.