Si alguien me parara en la calle y me preguntara a bocajarro qué opino de los primeros dos libros que me leí de Laura Fernández (Bienvenidos a Welcome y Wendolin Kramer), probablemente le diría que están bastante bien, que dejan entrever a una narradora original y con ideas interesantes. ¿Me han gustado? Diría que sí. ¿Me han entusiasmado? Diría que no. ¿El problema? Aunque la historia era divertida, le faltaba algo de profundidad. Creo que esa es una de las grandes asignaturas pendiente de la denominada Generación Nocilla (no sé si Laura se siente parte integrante del grupo o no, pero sin duda comparte ciertos aspectos estéticos-literarios con ellos), algo que le resta peso e importancia a toda la originalidad de la que hacen alarde. Todo muy cool, todo muy guay, todo "pijamente" y socialmente comprometido, todo muy rompedor, y sin embargo te lees una de esas novelas y acabas teniendo la sensación de que te han timado, de que te han colado un gol por debajo de las piernas y ni te has dado cuenta. Es como ir a una pastelería y ver en la vitrina un bombón de nata y virutas de chocolate por el que empiezas a formar pompas de bava. Oiga, ¿cuánto vale? Cinco euros, te dice la dependienta. Lo compras por el aspecto pese al precio desorbitado, y cuando le metes el primer mordisco te das cuenta de que por dentro está vacío, de que no es más que un invólucro bonito que sabe a nata y virutas de chocolate. Resultado: te cagas en la dependienta y en la tienda. Algo parecido me pasa a mí con la generación Nocilla, y el nombre ayuda a que la comparación con el bombón sea más efectiva. Repito: sobrevalorar es peligroso. No somos imbéciles, señores editores, y cada vez compramos menos motos con pedales. Con Laura, sin embargo, pensé que había un talento allí escondido que no tardaría en subir a flote, y tuve la confirmación cuando me leí (o más bien me devoré) su última novela: La chica zombie. Aquí por fin encontré a la narradora que andaba buscando, a esa voz que se desvincula de lo jodidamente cool para darnos a la vez una lección de originalidad, de talento narrativo y, sobre todo, de profundidad. La sinfonía literaria que nos ofrece nos lleva por el tormentoso mundo de la adolescencia, donde Erin Fancher (me encantan los nombres de los personajes, que conste), una chica de dieciséis años con los problemas típicos de esa edad, se despierta una mañana convertida en zombie, o al menos eso cree ella, ya que todos la ven más o menos normal, a excepción del puto Billy el psicópata Servant, el niño raro del que todo el mundo rehúye. Es un mosaico de líos juveniles, de incompresiones, de celos y de envidia, una historia sobre lo difícil que es dejar de ser niño, lo duro que es vadear las aguas tormentosas de la adolescencia y, por encima de todo, aprender a ser uno mismo, venciendo las inseguridades que nos acosan como sombras despectivas vayamos adonde vayamos. Están todos los moldes de Dios: la chica Más Popular del Instituto (Shirley), el guaperas ligón (Reeve De Marco), el raro marginado (Billy Servant), el macarra (Lero Kirby), los simios amigos del macarra, el pusilánime (Eliot Brante) y por supuesto la insegura Erin Fancher, nuestra Chica Zombie; es decir, toda esa retahíla de personajes que pululan a nuestro alrededor en el día a día. Pero no es solo una novela sobre la adolescencia, sino que en paralelo se desarrolla también el drama de los adultos, véase la absurda relación entre el gordo Rigan Sanders, el director del instituto, y Velma Ellis (Pelma para los amigos), la profesora suplente de Lengua. Gente que no sabe lo que quiere, tipos que siguen cargando con las piedras de la adolescencia al igual que Sísifo, el tío condenado a subir una jodida roca hasta la cima de la montaña y luego bajarla y así repetir toda la operación para la eternidad. El mundo que se refleja en esta novela es tremendamente actual, y cualquiera podría encontrar paralelismos con su vida o la de su vecino. Es una novela tierna, una mezcla, como se apunta en la contracubierta, entre La Metamorfosis de Kafka y Carrie de Stephen King que desde luego no deja indiferente al lector e invita a la reflexión. El estilo es fluido (se nota que a la autora le gusta Fante), divertido, cortante y a ratos corrosivo, marcado por esas frases profundas que tanto había echado en falta en los dos libros anteriores:
Cuando uno tiene dieciséis años está acostumbrado a vérselas a diario con monstruos del tamaño de elefantes. Monstruos como un cero y medio en Lengua, Wanda Olmos en el vestuario o tu diario en el cajón de los calcetines, monstruos como el chico que te gusta enamorado de tu mejor amiga, aparatos en los dientes durante los próximos veinte años, como soñar que te tiras a Billy Servant y te gusta, como que en realidad no entiendes por qué haces lo que haces pero lo haces de todas formas. Ese tipo de monstruos (pág.: 43).
Reeve se quedó al otro lado, pensando en que no estaría nada mal tener un interruptor en algún lugar para poder apagarse de vez en cuando. Como se apagaban las consolas cuando estabas harto de jugar (pág.: 255).
Un libro para disfrutar en tu casa, en la playa, en la montaña, en la bañera o en el trabajo, una novela que demuestra que el talento, tarde o temprano, siempre acaba saliendo a la luz para enseñarnos su rostro más risueño, por mucho que nos lo unten con espesas capas de Nocilla. Escritora revelación.
Hey! gracias por la reseña. Podrias decirme donde puedo descargarlo.
ResponderEliminarNo lo sé, yo el libro lo tengo en papel. Un saludo.
ResponderEliminarse eme hace interesante, y tu reseña me gustó. Tal vez lo compre...
ResponderEliminarSaludos!